domingo, 27 de octubre de 2013

"Una mosca en la sopa", memorias del personaje secundario Charles Simic, por Carmen Anisa

Cuenta el escritor serbio Charles Simic en Una mosca en la sopa (Vaso Roto Ediciones, 2010) que a finales de los años cuarenta vio por primera vez en Belgrado El ladrón de bicicletas de Vittorio De Sica. 

Desde entonces siempre que vio la película pensó que ese era “el aspecto blanco y negro, granuloso que tenía su infancia”. Los primeros recuerdos se parecen a “una edad oscura” en la que se confunden las imágenes borrosas que la escritura consigue rescatar: 

Escribir ayuda a recordar. La lógica de la cronología obliga a pensar en lo que viene después. Pero también entra en juego la lógica de la imaginación. Una imagen genera otra que no tiene nada que ver con ella –o que, quizá tiene mucho que ver, aunque no lo parezca–. 

Vaso Roto Ediciones publicó a finales de 2010 Una mosca en la sopa, de Charles Simic (Belgrado, 1938). Traducido por Jaime Blasco, el libro lleva el subtítulo de “memorias”. Los lectores de Simic buscaremos en el libro unas claves que revelen lo más recóndito de su poesía. Y algo descubriremos, por supuesto, pero de una manera tan sorprendente como nos sucede al leer sus poemas. 

Quien no conozca a Simic quedará atrapado por esa forma directa de narrar, por el estilo sobrio y contenido en apariencia, sin fuegos de artificio; sin embargo, en cada página, nos aguarda algo inesperado, otra vuelta de tuerca con un lenguaje en el que, de manera imperceptible, se funden poesía y narración: 

Mi madre nos contó que de niña había oído a un hombre suplicar que le perdonaran la vida. Recordaba las estrellas, la oscura silueta de los árboles a lo largo de la carretera por la que avanzaban en un lento carro de bueyes, huyendo del ejército austríaco, en plena Primera Guerra Mundial. “Aquella voz que venía del bosque era la de un hombre terriblemente asustado”, dijo. Después, lo único que se escuchó fue el ruido entrecortado de las ruedas del carro que crujían como si fueran a soltarse cada vez que tomaban una curva. 

Los veintisiete capítulos en los que Simic ha dividido Una mosca en la sopa, guardan cierto parecido a la estructura de un libro de poemas; en cada una de las secciones, cuya frases iniciales se leen como versos, hallamos breves instantáneas contadas con una prosa ágil en la que el tono y el sentido del humor convierten lo más trágico en una comedia agridulce. 

Pero no nos engañemos; detrás de esa manera de narrar unas anécdotas, subyacen algunos sobrecogedores recuerdos de un personaje secundario de la Historia, que nos avisa de que no posee “un estatus especial en virtud de su condición de víctima”. Su vida ha sido como la de muchos seres humanos que se vieron envueltos en la Segunda Guerra Mundial y la posguerra: “Mi familia, como tantas otras, tuvo que salir a ver mundo por cortesía de las guerras de Hítler y de la ocupación estalinista del Este de Europa”, escribe Simic con esa divertida ironía que impregna sus memorias. 

Guera y posguerra 

En abril de 1941, Belgrado fue bombardeada por el ejército alemán. Tampoco el campo, a donde Simic se trasladó después con su madre, era un lugar seguro. 

Mi madre estaba muy embarazada, apenas podía caminar. No tenía convicciones políticas, y mi abuelo tampoco. Por supuesto eso no explica que sobreviviéramos. Me imagino que, sencillamente, tuvimos suerte. 

Casi al final de la guerra, en abril de 1944, Belgrado volvió a ser bombardeada, esta vez por los aliados. Las ruinas de una ciudad gris envuelta en polvo y humo se convirtieron en un el lugar de juegos del pequeño Simic: 

Era completamente feliz. Mis amigos y yo teníamos muchas cosas que hacer durante el día y tiempo de sobra para hacerlas. No había colegio y nuestros padres estaban ocupados o sencillamente no estaban. Vagábamos por el barrio, trepábamos a las ruinas y supervisábamos el trabajo de los rusos y de nuestros partisanos. Todavía quedaba algún francotirador alemán aquí y allá. 

La posguerra fue una época de escasez y de hambre: “Entre 1947 y 1948 pasamos una temporada en la que no teníamos prácticamente nada que comer”. Pero no vamos a encontrar lamentos en Una mosca en la sopa, sino escenas de humor negro mezcladas con dosis de ternura que jamás caen en el sentimentalismo fácil: la obsesión por la comida que acompaña a Simic y a la familia a lo largo de la vida, el atracón de judías, el recorrido por todas las pastelerías de Belgrado, la venta de ropa de lujo para comprar un cochinillo, una cena con el padre en un carísimo restaurante de América. 

El Simic adulto escribirá: “La tristeza y la buena comida son incompatibles. (…) La mejor conversación es la que se celebra en torno a una mesa. La poesía y la sabiduría son meros acompañamientos”.


Hacia una vida mejor 

El padre de Charles Simic se había marchado hacia Estados Unidos en 1944, con la esperanza de que la familia se reuniera más tarde con él. Pero tuvieron que pasar diez años durante los cuales, la madre y los hijos vivieron en el Belgrado de posguerra. 

Tras varios planes para salir de Yugoslavia, la madre intentó una escapada a pie por la frontera de Austria, pero acabó con sus hijos en distintas cárceles, mientras los conducían de nuevo a Belgrado: “Por lo que a mí respecta, la experiencia de la cárcel fue totalmente satisfactoria”, nos cuenta Simic. 

Fue también la época en la que Simic se enamora de “Insomnia”, aunque ya había tenido sus pequeños escarceos, cuando desde 1943, su obsesión durante la noche era escuchar la radio que le traía noticias, voces y palabras de lugares lejanos: 

Me enamoré de una chica. Me tumbé en la oscuridad intentando imaginar qué habría debajo de su falda negra. Creí que la chica se llamaba María, pero en realidad se llamaba Insomnia. 

El insomnio ha acompañado a Simic a lo largo de su vida y ha sido un personaje destacado de su obra poética: 

Aparte de las preocupaciones sin fin no cabe mucho más en la cabeza. Somos fruto de nuestros problemas. Llevo toda la vida durmiendo mal. Sesenta años tumbado en la oscuridad, sudando la gota gorda por cualquier motivo, desde mi propia vida a la maldad y la estupidez que hay en el mundo. Soy el metafísico de las tres de la madrugada. 

Por fin, 1953 la madre de Charles Simic consigue llegar a París con sus hijos. Pero ahí tienen que esperar un año hasta conseguir la documentación para viajar a Estados Unidos. Es el momento en el que Simic toma conciencia de “la noción de ser extranjero, sospechoso”: 

No ser nadie me parecía muchísimo más interesante que ser alguien. Las calles estaban atestadas de “álguienes” con aire de seguridad. La mitad del tiempo los envidaba; pero la otra mitad me daban pena. Sabía algo que ellos desconocían, tenía una certeza que solo se alcanza cuando la historia te da una patada en el culo: que en cualquier esquema ambicioso los individuos son superfluos e insignificantes. Que las personas que no son conscientes de que les puede suceder lo mismo que a nosotros en cualquier momento pueden llegar a ser despiadadas. 

El sueño americano 

En París, Simic dormía en el suelo, en una pequeña habitación de hotel que compartía con su madre y su hermano; asistía a una escuela de segundo orden, daba largos paseos y contemplaba los escaparates, único lujo que se podía permitir, junto con las sesiones de los cines de barrio. Allí se enamoró “del cine negro americano”. Desde el barco en que viajaba, la primera imagen que vio de América fue la los rascacielos de Manhattan y pensó, con emoción y asombro, que “era igual que en las películas, pero era real”. América “era un paraíso que asustaba” y al que habían llegado “con la esperanza de interpretar un papel en una película de Hollywood”. 

Charles Simic se reencuentra con su padre después de diez años. Tanto él como su hermano quedan fascinados por esa persona divertida y alegre: “Recordad este día”, les repetía a sus hijos aquel 10 de agosto de 1954. El padre transmitió a sus hijos la admiración que sentía por América, “el lugar más emocionante del mundo”. La madre, en cambio, siempre echó de menos Europa. La personalidad tan distinta de los padres convirtió más de una vez la vida familiar en un campo de batalla: 

Mi padre era un optimista. Creía a pies juntillas en el sueño americano. Y estaba esperando a que se cumpliera. Se había gastado todo el dinero que había ganado y había acumulado un montón de deudas. A mis padres no se les daba bien planificar el futuro. 

La vocación poética 

En ese contexto nace la vocación poética de Simic. Sus mejores maestros, nos confiesa, “tanto en arte como en literatura, fueron las calles por las que vagó”. Pero en verdad, desde los diez años, los libros habían sido una pasión que más tarde lo convertirían en “un adicto a la lectura”. La necesidad de leer sobre cualquier tema lo “ha acompañado durante el resto de su vida”. 

Creo que me enterrarán con un libro en la mano. Puede que el más apropiado sea El libro tibetano de los muertos, pero preferiría cualquier manual de sexualidad o los poemas de Emily Dickinson

En la época inicial, de tanteos y dudas, encuentra en una librería una antología de poetas latinoamericanos. Allí descubre la poesía de Borges, Neruda, Vallejo, Octavio Paz y Huidobro, entre otros. Simic nos describe el inicio de su vocación literaria y nos deja también un hermoso capítulo en el que nos desvela su poética. Lo más complejo queda enunciado de la manera más sencilla: “El anhelo secreto de la poesía es detener el tiempo”. 

El poeta se sienta ante el papel en blanco con la necesidad de decir muchas cosas en el espacio limitado del poema. El mundo es enorme, el poeta está solo y el poema no es más que un fragmento de lengua, una pluma que rasga el silencio de la noche. 

La poesía nace del misterio, de la necesidad de buscar el porqué de nuestra vida, pero “no hay nada que explique el mundo y la gente que lo habita. Esta certeza es la que nos hace caer de rodillas y escuchar el silencio de la noche”. Simic recuerda lo que le dijo una vez el poeta Frank Samperi: “Todo poema, consciente o inconscientemente, está dirigido a Dios”. Y si entonces Simic no compartía esa opinión, más tarde escribirá: 

Ahora estoy de acuerdo con él. Da igual que los dioses y los demonios existan. La ambición secreta de todo auténtico poema es preguntarse por ellos incluso cuando se reconoce su ausencia. 

Su pasión poética irá acompañada por las lecturas filosóficas: “Quienquiera que lea filosofía se lee a sí mismo tanto como al filósofo”; porque la filosofía ayuda a dialogar con “acontecimientos decisivos” de la vida, a buscar el significado de los mismos: “El significado es el objetivo de mi existencia. Mis esfuerzos por comprender consisten en dar vueltas alrededor de un puñado de imágenes obsesivas”. La comprensión depende “de la relación que existe entre lo que somos y lo que fuimos: el ser del momento”. 

De este modo se funden poesía, filosofía e historia: “Veo, es decir, soy capaz de imaginar y de sentir el peso humano de la soledad ajena”. La poesía organiza, en cierta forma el caos. Frente a la historia, la poesía, como la filosofía recrean “la experiencia del ser”, buscan la verdad del ser, la esencia, el “decir lo indecible”: 

Así es la gran poesía. La serenidad total en medio del caos. Tan sabia que se puede permitir hacer el tonto. 


Artículo originalmente publicado en el blog
 De nada puedo ver el todo.

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